jueves, 29 de septiembre de 2011

Busco aquella mirada

"Busco aquella mirada. Llevo años buscándola, tal vez demasiados o quizás demasiado pocos, y no la encuentro". Estos pensamientos de L volaban hacia otra época, ya tan lejana en el tiempo que nadie hubiese podido asegurar que fuesen recuerdos reales o fruto de las veces que lo había imaginado. L concluyó para sí mismo: "Son reales. Y punto". No tenía ninguna intención de irse por las ramas y aplazar sus razonamientos sin llegar a una concusión sobre aquella mirada y como en una época remota le hacía sentirse.

De pronto algo rompió otra vez el hilo que de nuevo le unía a aquellos recuerdos. Los dedos de sus pies empezaban a mojarse. Señal inequívoca de que cualquier zapato tiene un límite de permeabilidad al agua.  Sobre todo en un momento como aquel. Tres horas seguidas sin parar de llover y L había decidido volver a casa andando los 10 kilómetros que le separaban de la ansiada cama en plena madrugada. Bajo la primera lluvia de otoño albergaba la falsa esperanza de que esa caminata le reportase un sentimiento de libertad adolescente y, al tiempo, un rato para pensar en sus cosas. Y todavía quedaba más de la mitad del trayecto. "Ni libertad ni leches", pensó. Sobre el asfalto se reflejaban alternativamente el rojo y el verde de las luces de los semáforos. Sobre esas luces fijas en suelo, el brillo de los faros de los coches en movimiento intentaba ir más rápido que los riachuelos de charcos que corrían paralelos a los adoquines de la acera. "Una cosa es llevar la camisa pegada y otras muy distinta, los calcetines", se dijo para sí mismo. El temor a un constipado inoportuno cruzó por su cabeza como una vaga amenaza.

Pasase lo que pasase, ya no tenía remedio. Otro charco. Esta vez la sensación de humedad en ambos pies era absolutamente indiscutible. "Te lo has buscado", se resignó. "¿Por dónde iba? Ah, por la mirada. ¿Qué hacía de aquella mirada algo tan especial?", prosiguió. A veces, cuando se plantea una larga caminata parece un objetivo inalcanzable. De noche, lloviendo, cruzando calles y carreteras vacías... Tan sólo oía el sonido del agua evacuándose entre el dibujo de los neumáticos de los coches que pasaban. Pero para L no era algo nuevo. Sabía que un paso, tras otro, tras otro, le conduciría tarde y temprano a su casa. Caminar es sólo una cuestión de tiempo, de repetir mecánica e inconscientemente el gesto de mover una pierna tras otra. Como la vida misma una vez perdida aquella mirada, otro acto mecánico de supervivencia sin sentido.

Y de pronto dejó de llover. Las únicas gotas que se oían eran las que caían de los árboles al suelo. Las más incómodas, porque cuando el cuerpo acostumbra a secarse estas gotas tienen la extraña habilidad de posarse sobre las partes más sensibles de la anatomía. Entre otras, la espalda. Lo inesperado se convierte entonces en desagradable. "¿Qué diferencia una mirada de otra?", continuó. "Tal vez sólo el modo en que la percibes, ¿o es que un iris es capaz de contener amor, odio, ira, desprecio o condescendencia?".

Tan ensimismado iba L en sus pensamientos que no se daba cuenta de que cruzaba una rotonda sin asegurarse de que no circulaba ningún vehículo. De súbito, tras de sí oyó un frenazo y las ruedas de un coche deslizándose sobre la calzada. Tan sólo le dio tiempo a girarse para quedar cegado por los focos del coche que se abalanzaba sin control sobre él. Plash!!!! Un golpe seco y todo acaba. Adiós a "la mirada". Adiós a la búsqueda de sensaciones perdidas. Adiós al futuro constipado. Adiós a L.

Y mientras en algún lugar, sin razón aparente unos ojos perdían para siempre el brillo único que los hacían tan especiales. Unos ojos que secretamente esperaban volver a brillar como en sus mejores tiempos al cruzarse de nuevo con la mirada de L. Porque era la mirada de L la única que podía dar la energía necesaria para que brillasen los ojos cómplices de ella. Y L sin saberlo... Ya nunca lo sabría.