jueves, 1 de abril de 2010

Me sobran los motivos

Ya ha transcurrido más de una semana y si lo pienso me sigue pareciendo un mal sueño que en realidad no ha pasado. Ni siquiera me gusta hablar de ello cuando me preguntan y mucho menos explicar cómo me siento. Enseguida intento cambiar de tema. Seguramente, y pese a que me he derrumbado en más de una ocasión, no lo he afrontado en toda su magnitud. Me doy mi tiempo. Es algo tan íntimo que a lo mejor no debería hablar de ello en este blog, pero tampoco puedo obviarlo. O escribo sobre mi padre o más me vale cerrar definitivamente esta página en la que he intentado volcar todo tipo de pensamientos. Dejaría de ser algo real para convertirse en una patética impostura.
El miércoles pasado, 24 de marzo, alrededor de la 1 de la madrugada, la doctora que atendía a mi padre desde hacía un mes en la UCI desconectó las máquinas. Había pasado un mes luchando contra el desgaste de su cuerpo, con integridad, con fortaleza, con dignidad. No pudo ser. Su corazón, roto después de mil batallas contra los sinsabores de la vida y el paso del tiempo, ya sólo obedecía a los dictados de mecanismos ajenos. Mi madre, mi hermano y yo, nos abrazamos en el que desde entonces ha sido el momento más decisivo (por lo menos en mi caso, no en el de ellos que se han casado y han visto nacer a sus hijos) de toda mi vida. Permanecimos junto a la cama por un último momento, los cuatro juntos, sintiendo la misma punzada en el corazón que a él a punto estaba de quitarle la vida y que a partir de entonces ha hecho de quienes le hemos sobrevivido, la existencia mucho más melancólica y triste.

En ese momento recuperé una imagen de mi padre que había dejando paso a la más cercana, la de los últimos tiempos. A mi mente no acudieron los recuerdos de los últimos años en los que le veía más débil cada vez que viajaba a Madrid, con achaques propios de la edad. Le recordé y le sigo recordando como le veía de niño, como el cabeza de familia que siempre tomaba decisiones correctas y coherentes incluso en los momentos más difíciles. Como esa persona seria, culta respetada por sus compañeros de trabajo y querida y apreciada por sus amigos que fue. La persona en la que podía se confiar el futuro de la familia, con soluciones ante cualquier problema, con proyectos… y al tiempo capaz de divertirse con su mujer y sus hijos, siempre con planes para los momentos de ocio, siempre con ilusión por hacer viajes por España y conocer sitios nuevos como Galicia, Tarragona, Granada, Málaga... Recordé cuando me enseñó a nadar o me ayudó a guardar el equilibrio en la bici. Recordé cuando los veranos nos corregía aquellos cuadernos estivales que sólo me gustaban el primer día de vacaciones, cuando me los compraban, pero que nunca llegué a completarlos. Le recordé explicándonos a mi hermano y a mí arte en las catedrales y museos, cuando compartía con mi madre partidos de tenis en el club al que nos hizo socios para no tener que pasar los fines de semana entre cuatro paredes. Recordé como cuando volvíamos del club los domingos por la tarde nos llevaba a la calle Alcalá a comprar patatas fritas, ganchitos, pepinillos, cortezas… y nos pegábamos un lujazo de “merienda-cena”. Recordé como me dejaba beber la espuma de su cerveza porque a mí me encantaba ese extraño sabor. Recordé como juntos, los cuatro, hicimos el chalé en Monte, rellenamos de tierra el jardín, ayudamos a poner la instalación eléctrica con mi vecino Santi y tantas y tantas cosas…

Mi padre fue un hombre bueno, una persona de valores arraigados. Colocó (como se decía entonces) a un montón de familiares en diversos trabajos y vivió durante años sin que algunos de aquellos ingratos (por fortuna no todos) ni siquiera se acordasen de aquel favor. Prometió visitar al menos una vez al año en Soria, y cumplió su palabra siempre con una sonrisa, a familiares de su mujer que habían perdido una hija. Les dio el cariño filial que el destino les había arrebatado. Nunca ascendió en el trabajo porque se negó a trepar sobre sus compañeros o a aceptar favores más allá del mérito. Por eso a veces, cuando íbamos a buscarle los sábados a mediodía al trabajo para irnos de fin de semana, entrabamos en el banco y paseábamos con el orgullo de ser los hijos de una de las personas más respetadas del lugar. Alojó en su casa a sobrinos cuando lo necesitaron y sobre todo, a mi hermano y a mí nos dio no sólo seguridad económica y la mejor educación que encontró dentro de sus valores, aunque tuviera que renunciar a otras cosas. Ese era mi padre o al menos es lo que yo conservo de él. Visto, como puedo hacerlo ahora, desde la perspectiva de un adulto, no de un niño que admira a su héroe. Y nadie nunca me ha rebatido ninguna de estas cosas. A nadie le he oído ninguna palabra distinta. ¿Tendría defectos? Por supuesto, como todo el mundo pero reto a quien sea a que me diga uno sólo, a que me narre un desplante, una salida de tono, una actuación censurable de mi padre que no se pueda justificar en el amor que sintió hacia su mujer, sus hijos, sus parientes o sus amigos.

Esta mañana he quedado en un bar con un concejal de Alicante para que me contase algo publicable en el periódico. Ha llegado tarde, más de cuarenta minutos que yo le he esperado en la calle, ante el bar. Y cuando ha llegado me ha dicho: “¿por qué no me has esperado dentro, tomándote algo en vez de aquí en la calle”. Y yo me he descubierto respondiéndole, sin siquiera pensarlo: “Mi padre no ha entrado nunca solo en un bar. Y yo en eso soy igual que mi padre”. Ojalá fuese cierto y llegar a parecerme a él algún día.