martes, 24 de noviembre de 2009

La historia de C. (I)

Debía ser un maleficio o algún cromosoma en mal estado o un cortacircuito neuronal. Si no, no tenía ningún sentido. ¿Por qué era incapaz de relacionarse con mujeres y cortejarlas? ¿De dónde procedía su absoluta carencia de artes seductoras? C. era un buen conversador, medianamente instruido y con un físico que no llamaba la atención ni para bien, ni para mal. C. era un tipo absolutamente corriente, como cualquiera de esos que se ven en el autobús, en los restaurantes o en las calles, de la mano de mujeres tan corrientes como ellos. Algo estaba fallando y aunque en diferentes periodos había compartido los sinsentidos de la vida cotidiana con distintas chicas, lo cierto es que no habían sido muchas sus compañeras de viaje. Su estado natural, si es que se puede utilizar ese término como sinónimo de habitual, era la total ausencia de afecto por parte del sexo contrario. En suma, no se comía un rosco.
Durante un tiempo se engañó a sí mismo intentando vivir los amores y desamores de otros en todo tipo de libros y películas. Pero no parecían ni lo suficientemente reales ni mucho menos satisfactorios. Había que poner remedio a aquello.
Por fortuna, en el año 2070 existían todo tipo de terapias psicológicas, médicas y homeopáticas para cualquier problema mucho más eficaces que antaño siempre que se dispusiese del dinero suficiente para costearlas. Más aún, volviendo al dinero, pervivía el histórico recurso de pagar a una meretriz para el intercambio de fluidos y cariños tan urgentes como fingidos. Y aunque C. no descartaba la posibilidad, optó por el primero de los caminos ya que en principio era de los que siempre había creído que era mejor enseñar a pescar al hambriento antes que regalar un pescado. Era pertinente un examen a fondo de la materia prima para hallar la causa de sus bloqueos. Sin embargo, cuando llegó al Departamento de Salud Alfa el engorroso papeleo burocrático que justificaba los sueldos de media docena de palurdos funcionarios le incomodó. Él, un triunfador en el campo de las matemáticas aplicadas, tenía que rebajarse a explicar a aquellas hormiguitas su incapacidad para llevar a cabo una tarea tan cotidiana, tan mecánica para otros sin duda mucho más inferiores y vulnerables. Pasó como pudo el trago con cierta sensación a derrota. Los análisis duraron tres días, en los que ocultó las pruebas médicas con la coartada de estar disfrutando de un merecido descanso tras haber ayudado a poner en la órbita de la Luna el más potente satélite, donde precisamente hacía diez años había logrado ubicar el primer laboratorio permanente externo de la Confederación Mundial, su gran hazaña. Y tras este largo fin de semana regresó a su casa, en espera de los resultados.
Tres días después los Servicios de Transferencia de Información Urgente del Ministerio de la Salud le remitieron el diagnóstico en un archivo digital encriptado. Estaba absolutamente sano. Tenía perfectas capacidades físicas. Los facultativos concluían, no obstante, ofreciendo un servicio avanzado de Psicodiagnóstico del Comportamiento. O sea, que por un módico precio podía ponerse en manos de un loquero para rastrear síntomas de traumas infantiles o secuelas emocionales de sus relaciones pasadas. C. no era de los que se echaban atrás. Siempre podía camuflar entre sus conocidos que se estaba sometiendo a un tratamiento de estrés habitual ocasionado por la sobrecarga de trabajo.
Hipnosis, regresiones, horas y horas con el doctor D. negando que sus padres le hubiesen maltratado, negando que se masturbase con imágenes de hombres, negando amores prohibidos con personas de su propia familia, dieron como resultado otro diagnóstico negativo. C. estaba en condiciones mentales plenas, sólo necesitaba voluntad para ponerse manos a la obra y encontrar, si no el amor, sí una aventurilla pasajera que le diese confianza para superar el problema. El doctor D. incluso le propuso apuntarse a una web de contactos gratuita para ir superando sus miedos. Desde su atalaya, sin apenas arriesgarse al temido no, podía empezar a comunicarse con las mujeres y quién sabe si quedar a tomar algo o incluso consumar un coito en la cama de algún hotel y así poder llevarse a casa un nuevo trofeo cinegético. Y C. así lo hizo…
(continuará)

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La historia de F.

F. había llegado a los 70 años, aunque solo, más feliz que triste. La edad que las estadísticas marcan como el final de un viaje que siempre se hace demasiado corto. En todo momento había sabido que la felicidad no era un estado de ánimo que se tiene o no se tiene, sino el cúmulo de muchos pequeños momentos de paz consigo mismo y con el mundo que le había rodeado en ese más de medio siglo; pequeños momentos de esos que se pueden disfrutar exprimiéndolos hasta la última gota. Aun así, era consciente de todo lo que se había perdido en la vida, de cómo había pasado el tiempo sin que cumpliese los sueños adolescentes del triunfo en el trabajo, de haber hecho algo que permaneciese por los siglos como su gran obra cedida de forma altruista al resto de la humanidad; el sueño de haber conseguido dinero a raudales, de atesorar una lista de infinita con nombres de mujeres que hubiesen muerto o matado por él…
¡Qué pena no poder disponer de tres vidas para comparar cuál es la más satisfactoria! ¡Qué pena tener que decidir entre la vida del aventurero, la del padre de familia o la del golfo incorregible y no poder quedarse con todas! Y mientras se lamentaba de lo rápido que había pasado el tiempo, F. se dedicó a hacer un análisis de los hechos que le habían llevado por un camino y no por otro.
¿Por qué no había luchado por destacar en el ámbito laboral? Precisamente por su romanticismo adolescente había preferido un trabajo más creativo pero menos remunerado que los del resto de sus amigos. Y durante años le había llenado con la falsa percepción de la trascendencia de lo que hacía. Pero al final, ni tenía tanta trascendencia para la gente ni era tan creativo como él había creído por un momento. Le había ocupado demasiado tiempo diario y energías como para permitirle hacer algo realmente “grande”, “fundamental”; algo que le trascendiese, que permaneciese cuando él ya no estuviera. Le había mantenido tan atado que incluso fue una de las razones para que fracasasen algunas de sus relaciones afectivas… Y por supuesto, no le había reportado demasiadas ganancias. Las justas para sobrevivir medianamente holgado. Eso sí, de lo que podía recordar, le había propiciado muy buenos momentos, conocer a personas interesantes, fraguar amistad con personas muy parecidas a él… el balance no era demasiado malo…
F. continuó. Se asomó a su corazón. Recordó a las mujeres con las que había compartido parte de su vida con la extraña sensación de que había dado sus mejores años a quien menos se lo merecía, pero tal vez, a la única a la que había amado más profundamente. A su mente llegaban una por una, por orden, imágenes de los rostros de ellas, los instantes, y los sentimientos que habían provocado esos momentos compartidos. F. sonreía y sus ojos se llenaban de lágrimas alternativamente. ¿Por qué no habían salido bien esas historias de amor? ¿Había sido culpa suya, de las circunstancias, de los entornos que les habían rodeado, de ellas…? ¿Había dado todo en cada una de esas relaciones? ¿Se había entregado al límite? F. se levantó del sofá y a duras penas llegó a la alacena donde guardaba dos cajas de zapatos repletas de fotografías ordenadas por fechas. Por suerte o por masoquismo, pese a que hacía mucho tiempo que todo el mundo conservaba sus imágenes en archivos digitales, él prefería imprimir las mejores para observarlas directamente, sin necesidad de un reproductor. Y cuando llegó a la de ella, se quedó inmóvil, como petrificado. La había visto miles de veces, cada vez que se sentía nostálgico. Siempre se decía a sí mismo que no continuaba enamorado de ella, sino de los sentimientos que tuvo mientras la amó. Pero esta vez ya no quería engañarse más. Ya no era necesario. Se había rendido. Había entregado los pocos ejércitos que aún le quedan en esa guerra contra sí mismo. Entonces supo había tomado el camino del exilio.
Le falló la respiración y le temblaron las piernas cada vez con más intensidad hasta que no pudieron aguantar su peso y se desplomó. En su rostro se combinaba una profunda sonrisa con una lágrima. En su mano todavía sostenía la foto de ella. Apenas un instante después la dejo caer.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La felicidad sólo es real si es compartida


Hace unos meses vi el trailer de Hacia rutas salvajes en la tele por cable de Ali. ¿Walden? Tenía toda la pinta. Un tío que quería descubrirse a sí mismo perdiéndose en la naturaleza. Por supuesto el Walden de Thoreau es un torro insufrible de cómo sobrevivir en un entorno asocial, pero no puedo decir que no me impactase la idea y el desarrollo del libro tanto como su Desobediencia civil.

Y no hace mucho descubrí esta película en internet, así que me la bajé esperando una ocasión propicia. Esta noche venía del teatro, de ver la obra inaugural de la Muestra de Autores de Alicante (Qué rabia me das, de Juli Disla, por cierto muy recomendable) y me he puesto a ello... Tras muchos avatares, el protagonista descubre que "la felicidad sólo es real si es compartida" y me ha parecido una de esas verdades tan simples como maravillosas, de esas que hay pocas en la vida y que a veces nos cuesta tanto descubrir... Bien por Sean Penn y por esta película. Es un placer poder acurrucarte en la cama, debajo de la manta y poder recordar toda clase de momentos felices. Por eso hoy quería compartir mi felicidad con todos vosotros antes de caer en los brazos de Morfeo.