domingo, 28 de noviembre de 2010

Mirando al futuro

Las proyecciones que hacemos sobre cómo será nuestro futuro siempre son erróneas. Y sin embargo, seguimos imaginando cómo vamos a ser, en qué vamos a trabajar, con quién compartiremos cama y proyectos, cuáles serán nuestros hobbys. Los seres humanos somos el paradigma de la contradicción.


En mi caso, todo lo que he proyectado ha sido un fracaso sólo compensado por los regalos que el azar ha puesto a mi alcance. A pesar de ello, sigo planificando, sopesando los pros y los contras de determinadas decisiones que pueden cambiar radicalmente mi vida... En apenas tres meses me han ofrecido tres trabajos (dos en firme y otro, de tanteo). Excelentes oportunidades para ganar mucho dinero que han llegado de sopetón, sin yo esperarlas. Retos muy interesantes. Y a las dos (las firmes) he dicho que no. ¿Por qué? Hablándolo con Gus y Sara llegamos a la conclusión de que soy un tipo bastante "conservador". Si a eso le unes que Mato me calificó hace poco como una persona "neutra" (más bien de 'look' neutro), me empieza a quedar clara la imagen que transmito al resto de los mortales, incluso a los más cercanos. Atrás quedan los sueños de destacar en algo claramente, de conferir a tu vida un halo de misterio y sofisticación que te hagan realmente atractivo, interesante...

Debo afrontar esta realidad de mí que conozco pero que he eludido, en su totalidad. Debo asumir que pasaré por la vida sin pena ni gloria, como otro más de los 6.000 millones de humanos que se perderán en el olvido dentro de dos generaciones. Entonces, ¿para qué tantos planes? ¿para qué tantos sueños? ¿para qué tantas preocupaciones? ¿por qué pensar tanto en el futuro y tan poco en el presente?


Los seres humanos nos ponemos metas en futuro con la idea de que cuando lleguemos a ellas todo será felicidad y la vida nos enseña que a veces no se llega a esa meta y que cuando se llega tampoco se encuentra la felicidad porque previamente hemos una nueva meta más allá, más lejos, que se ha convertido en una nueva preocupación: si llegaremos o no a alcanzarla...


Cuando disfrutaba de un radiante vespino pensaba en tener carné de conducir y coche... y pasó el coche y me imaginé con casa propia. Ahora quiero el barco. No me conformo. Y creo que a todos los ocurre lo mismo. La naturaleza nos ha dotado de una capacidad para proyectar deseos en el tiempo que no es compatible con los recursos que disponemos: apenas 80 años de vida, un intelecto limitado, un cuerpo cada vez más ingrato... pero ahí seguimos, con nuestra lucha, olvidándonos de que nada de esto tiene ningún sentido y que nunca vamos a ser felices en su totalidad. Si acaso, a ratitos...

lunes, 8 de noviembre de 2010

Sin cuentas pendientes

Lo bueno del periodismo, si aguantas los horarios, a los jefes, etc., es que con el tiempo puedes saldar cuentas pendientes. Ayer domingo saldé la mía con estos dos artículos. Cierro así una página de mi vida definitivamente.

La historia me lleva acompañando los últimos 12 años. Conocí a S en 1998. Fue un 9 de octubre (cumple de Gus) cuando después de matricularme para hacer el CAP, recalé en la Fundación Cánovas del Castillo y la vi por primera vez. Mi hermano me había buscado un enchufillo para colaborar en el departamento de Publicaciones con el objetivo de abultar mi currículum para así hacerme con una beca de investigación y aquel día, por la mañana, convertí aquellas colaboraciones de la primavera anterior en un acuerdo verbal para hacer allí la objeción de conciencia tres tardes por semana. Así, mataba dos pájaros de un tiro. Me quitaba de encima la objeción y seguía publicando artículos.
Mi jefe me la presentó. S, recién licenciadita en Periodismo y afín al PP, era la nueva jefa de prensa de la Fundación. Recuerdo con nitidez como nos dimos dos tímidos besos de presentación en la biblioteca de las oficinas. Esa tarde me tocaba ir a trabajar pero me pidieron que, en vez de eso, acudiese a un partido de fútbol de los trabajadores de la institución contra otra fundación en el parque de Manuel Becerra, muy cerca de mi casa, en Madrid. Y así lo hice. Me enfundé mi chándal y acudí al partidillo. Allí estaba ella con dos de sus amigas de la Fundación, Ana y “la Hélices” (no recuerdo ni como se llamaba, pero ese fue el mote que le pusieron mis amigos con el tiempo por las cicatrices de su cara). Tras el encuentro cruzamos nuestras primeras palabras en la parada del 38. Yo me iba a ir al chalé, a pintar la moto de Raúl y recuerdo que se descojonaron en mi cara sobre esos planes “tan poco divertidos” para un fin de semana. Sinceramente, me la trujaba. Acababa de salir de una larga relación con Ana y a mis veintitantos ya me había corrido demasiadas fiestas como para que las palabras de tres niñatas pudiesen hacer mella en mi autoestima de juerguista.
A partir de entonces nos veíamos tres veces por semana y a mí cada vez me parecía más atractiva (aunque un poco estúpida). Incluso una vez tuvimos que intercambiarnos el despacho y a mis pies vi que se había dejado el bolso con un pañuelo de seda verde anudado en las asas. La tentación era demasiado fuerte como para dejar pasar la oportunidad. Lo toqué, olí su perfume… estaba empezando a quedarme pillado y no quería. Ansiaba libertad, no tener que dar cuentas a nadie, poder decidir en que empleaba mi tiempo…
Llegó el puente de diciembre y viví el mejor fin de semana de mi vida, en el que la pandilla de San Juan apuntalamos nuestra amistad como algo que a partir de entonces sería eterno. A mi regreso, cuando coincidimos en la sala del café le conté lo bien que me lo había pasado. Ella me explicó que conocía muy bien Alicante porque era de Ibi. “¡Qué buen rollo, cosas en común!”, pensé. Pasaron los meses, los encuentros fortuitos, las miradas, los intentos por coincidir en aquellas tediosas tardes leyendo artículos de fachitas engreídos. Nadie tenía que saber que yo era un rojazo -o al menos eso creía entonces-, así que lo mejor era pasar inadvertido.
En Semana Santa de 1999 nos encontramos a eso de las 2 de la mañana en una discoteca del puerto de Alicante. Luego supe que ellas me catalogaban como un tío aburrido, serio y empollón… Esa noche nos habían regalado unos calzoncillos promocionales de una marca de whisky y yo los llevaba por fuera de los pantalones cuando me las encontré de cara. El empollón y aburrido se valió de sus amistad con una de las chicas de la barra, Nuri, para invitar toda la noche a chupitos, copas… Y, ¿por qué no? También había tiempo para portarse como una caballero y acompañarlas a su coche con las primeras luces del alba. Al verla de reojo hablar con Gus pensé que se había acabado, que no la iba a dejar escaparse tan fácilmente. Pero una vez más entendí porque es mi amigo. El lobo escondió sus garras sabiendo que a mí me interesaba S. Dos días después, de regreso a Madrid, Raúl y yo coincidimos con ellas en una gasolinera de la autovía. El look y la chulería de motero era la guinda que le faltaba al pastel. Una de cal y otra de arena, tic, tac, el reloj va contando, los días pasando… “Ring, ring… --¿Te vienes a tomar un café?”; --“No gracias, ya lo he tomado”. Tic, tac… “--¿Te vienes tú y tus amigos a la fiesta de cumpleaños de mi compañera de piso, Montse?”; --“¡Vale!”.
Fue la primera casi-cita, y en su casa. Me llevé de su boca el insulto de “cretino” por algo que no había hecho y se lo hice pagar emborrachándome y dejándola tirada porque esa noche “había carreras de motos en la tele”, además de otros daños colaterales como parte del parqué de su casa levantado por uno de mis amigos, todos los champús y cremitas que había en el aseo desplazados de una patada hasta la bañera…
Parecía claro que nos íbamos a liar, pero ¿cómo? Nunca se me ha dado bien eso de la seducción. Tic, tac, cal y arena… y llegó el verano y un gran fiestón por mi cumpleaños: “Fiesta Toga 2ª Edición”. Y ahí me veis, descolgando las banderas Lenin y el Ché Guevara de las paredes de mi habitación porque le había invitado junto a sus amigas a mi chalé con el compromiso de acercarla el día siguiente a Guadalajara, donde ella comenzaba los cursos de verano a los que yo asistiría una semana después.
Como era de suponer, no pasó nada más allá de otra juerga que filtrar en mi hígado. Ah!, me olvidaba… Gus se enrolló con su amiga Natalia, una uruguaya ricachona que venía un par de semanas a España para los cursos de verano. Como mi chalé queda cerca de Guadalajara el martes fui a tomar unas copas con ellas. Un amigo de S me comentó sin venir a cuento que yo no era “lo suficiente” para su amiga. Cuando se lo dije a Raúl prometió “calzarle” una hostia, pero finalmente ese estúpido conservó la cara, creo. Luego, en un momento que tuve a solas con ella no tuve los redaños suficientes como para darle un beso y me volví a mi casita con el rabo entre las piernas. El jueves siguiente, con la excusa de Gus iba a ir a ver a Natalia me apunté al plan. Aquel 16 de julio S y yo comenzamos a “salir”.
La semana siguiente la pasé junto a ella y Henry Kamen, que era quien dirigía el curso de verano sobre Felipe II. No faltaron los intentos por consumar la relación --con S, se entiende que nunca me han gustado hispanistas británicos entraditos en años—y las broncas consiguientes a la negativa por parte de la chiquilla. Por si acaso Gus y yo planeamos un finde en San Juan, los cuatro, a finales de julio. Por supuesto mi madre se negó a dejarme el apartamento de la abuela para hacer cochinadas con “esa lagarta” y la playa tuvo que esperar hasta agosto. Ella en Santa Pola con su familia y yo en San Juan, con la pandilla.
Alguna que otra noche nos veríamos. En San Juan, por supuesto, porque además de que Santa Pola era un coñazo yo no estaba dispuesto a perder una noche con mis amigos por una tía que ni siquiera quería acostarse conmigo. Más broncas y más reconciliaciones. Algo no iba bien. Luego supe de los problemas familiares que había tenido en su adolescencia y cómo éstos le impedían hacer determinadas cosas. Incluso llegué plantearme dejarla. Tenía un bagaje cultural que no alcanzaba al de una codorniz y yo venía de estar con la tía más inteligente, culta e interesante que he conocido en vida. Eso sí, S suplía su ignorancia con un cuerpo que me volvía loco, con una simpatía abrumadora, con mucha capacidad para interesarse por las cosas y con un sentido del humor muy afín al mío.
Sería estúpido detallar cada recuerdo sobre todo ahora que sé que no la echo de menos a ella, sino que, lo que echo de menos es como me sentía entonces. Estuvimos juntos 6 años, cuatro de los cuales vivimos en dos casas distintas en Alicante. Yo creía que felizmente, pero no. Un día de 2005, a los pocos meses en su nuevo trabajo, los estudios cine a los que me refiero en los artículos publicados este fin de semana, alguien le dijo que recordaba a la perfección los zapatos que llevaba el día que comenzó a trabajar y S me dejó por él. Fue el 1 de noviembre de 2005. Ni siquiera me preguntó si yo recordaba cómo y cuándo la conocí, qué llevaba puesto, o cuan ensortijado estaba su pelo en aquel entonces, allá por 1998.
A los siete meses, en la boda de mi hermano, uno de sus amigos me dijo que había fijado fecha para casarse en octubre. Dejé mi J&B con coca-cola sobre la barra y me fui a mi habitación a llorar. ¡Cuanta lágrima desperdiciada por no tener perspectiva del modo en el que suceden las cosas! Al parecer este año ha tenido su primer hijo con el de los zapatos y mis amigos creen que ha sido porque justamente este año yo he descongelado su nombre, sacando del frigorífico el húmedo papel olvidado en el que estaba escrito un día que iba buscando un helado de vainilla. Si esa es la razón de su maternidad, bienvenida sea mi afición por la vainilla y con ella, los azares del destino.
Pues bien, antes de dejarme S me contó que en la empresa para la que trabajaba había un "tapado" de alguien muy influyente en los medios de comunicación pero que era un secreto. Tenía la pista. Menudo temazo. Cinco años me ha llevado demostrarlo pero cuando menos te lo esperas...
...y ya no me quedan cuentas pendientes con S, ninguna. Ni siquiera las periodísticas.