lunes, 14 de diciembre de 2009

La historia de C. (II)

Quizás el mayor problema de C. era su gran ego. Un orgullo de sí mismo y de lo que había conquistado gracias a una férrea disciplina, demasiado grande como para sobrevivir a su propia fragilidad. Era consciente de que esta virtud se había tornado en defecto, e incluso llegaba a imaginárselo a modo de imagen. Para él, era como una gran esfera de cristal de esas que adornaban los pabellones de la sede del Gobierno mundial, de un cristal fino y exquisito, pero de quebradiza constitución. Tan consciente era de la tara que las más de las veces no emprendía ninguna aventura por miedo a que se rompiera la confianza en sí mismo ante la mirada del extraño.
La red podía ser un instrumento adecuado para nuevos acercamientos a las mujeres. Si su expansión había servido hace casi un siglo para abolir las fronteras territoriales, ¿por qué no podía servir de instrumento a una simple persona para romper las barreras de su propia timidez? Desde la protección que da la distancia virtual podía otear el horizonte, las perspectivas más favorables para nueva incursión en los terrenos desconocidos de la seducción; entrar en las vidas de esas chicas sin ser visto, pero sobre todo, sin arriesgarse a que la seguridad en sí mismo se viese dañada con un ‘no’ extemporáneo. Al fin y al cabo, ellas colgaban allí sus fotos, describían en los perfiles sus anhelos tratando de crear un mapa atractivo de vidas emocionales aunque en el fondo fuesen tan fracasadas como las de C.
El protagonista de esta historia comenzó a visitar los perfiles de las chicas que más le interesaban a primera vista. Filtraba y filtraba sus búsquedas con algún criterio más o menos lógico. Pero para esto no servían las matemáticas ni las estadísticas. Así que segregó las posibles alternativas comenzando por la edad. Las candidatas no debían ser mayores que él, ni demasiado jóvenes. Filtró también por las fotografías, buscando las más sugerentes, a ser posible, morenas y delgadas. Bajo este criterio sí pudo aplicar las ventajas de su profesión. En torno a los 50 y 65 kilos de peso todo dependía de la altura declarada de las chicas. Con la media se obtenían resultados aceptables o se rechazaban de plano. Lanzaba al hiperespacio un "hola!!!" y esperaba a que ellas respondiesen.
Al principio ni siquiera funcionaba. Cada poco entraba en la web para ver quién había curioseado en su perfil y quedaba registrada, cuántas de ellas habían leído el mensaje embotellado en el océano infinito de internet... Luego comenzaron a llegarle mensajes sin sentido, preguntas indiscretas lanzadas al azar. Sabía que W., su compañero de laboratorio, llevaba años usando este tipo de servicios subvencionados por el estado para motivar las relaciones sociales. Incluso había sido cliente de los portales de pago y más de una vez le había comentado las conquistas. Así que aprovechó uno de los descansos matinales para acercarse a él y, como no quiere la cosa, aprender algún truco. W., siempre dispuesto a alardear de sus amoríos, le proporcionó varias pistas útiles.
Al parecer, cuando una mujer sólo cuelga una fotografía en su perfil, suele resultar falsa. Seguramente se avergüenza de su físico, razón de más para ser descartada de forma automática. También supo que los mensajes al azar eran lanzados por la máquina para fomentar el uso del servicio, incrementar las visitas y recibir más subvenciones estatales. Pero lo que más le impresionó no se lo dijo W. Al poco de conectarse C. se dio cuenta de que las mujeres están más desesperadas e insatisfechas que los hombres por su situación afectiva. Cuanta más igualdad respecto del hombre habían logrado en su vida social, peor les iba en el terreno sentimental. Y el reloj biológico no dejaba de hacer tic-tac-tic-tac... El hombre, en cambio, por regla general llevaba siglos sublimando su imagen pública frente a la realidad afectiva de sus vidas, que quedaba relegada a un tercer o cuarto lugar en la jerarquía vital. A su mente llegaron los arquetipos que tantas veces había visto entre sus compañeras de trabajo y las amigas de sus amigas: Estaba la despechada, abandonada por su pareja, pero obsesionada con recuperarle a toda costa, obviando a los potenciales de su entorno inmediato. Generalmente la despechada gastaba el resto de sus años de juventud en un objetivo que no merecía la pena y cuando quería darse cuenta del tiempo desaprovechado ya era demasiado tarde… También recordó los casos en los que la chica en cuestión aceptaba el rol de amante de un casado que raramente dejaba a su mujer y que si lo hacía se convertía en un insulso, en una carga para la desdichada. Y también estaba la que ponía todo su empeño en seducir a un “rebelde” al que convertir, amoldar, cambiar… Lo que ocurría generalmente en estos casos es que el que llega como rebelde a los 30 es porque es incapaz de ser de otro modo. No se le puede cambiar, la materia prima es defectuosa desde el primer momento…
Nada. Pasaba el tiempo y C. empezaba a aburrirse de la seducción a distancia. Siguió con su vida, con sus experimentos científicos, con las tediosas cenas de etiqueta, con las tardes de concierto y el cine sensitivo. Continuó con sus viajes de trabajo y placer y de vez en cuando, atrincherado en la noche, entraba el portal de internet buscando, curioseando, como si fuera un juego prohibido... Y una vez dentro se imaginaba historias de amor y pasiones desenfrenadas con las chicas más atractivas. Elaboraba en su mente complejos sueños, diálogos, situaciones en las que siempre demostraba que era el diamante en bruto, el amante perfecto.
(continuará)