
Durante un tiempo se engañó a sí mismo intentando vivir los amores y desamores de otros en todo tipo de libros y películas. Pero no parecían ni lo suficientemente reales ni mucho menos satisfactorios. Había que poner remedio a aquello.
Por fortuna, en el año 2070 existían todo tipo de terapias psicológicas, médicas y homeopáticas para cualquier problema mucho más eficaces que antaño siempre que se dispusiese del dinero suficiente para costearlas. Más aún, volviendo al dinero, pervivía el histórico recurso de pagar a una meretriz para el intercambio de fluidos y cariños tan urgentes como fingidos. Y aunque C. no descartaba la posibilidad, optó por el primero de los caminos ya que en principio era de los que siempre había creído que era mejor enseñar a pescar al hambriento antes que regalar un pescado. Era pertinente un examen a fondo de la materia prima para hallar la causa de sus bloqueos. Sin embargo, cuando llegó al Departamento de Salud Alfa el engorroso papeleo burocrático que justificaba los sueldos de media docena de palurdos funcionarios le incomodó. Él, un triunfador en el campo de las matemáticas aplicadas, tenía que rebajarse a explicar a aquellas hormiguitas su incapacidad para llevar a cabo una tarea tan cotidiana, tan mecánica para otros sin duda mucho más inferiores y vulnerables. Pasó como pudo el trago con cierta sensación a derrota. Los análisis duraron tres días, en los que ocultó las pruebas médicas con la coartada de estar disfrutando de un merecido descanso tras haber ayudado a poner en la órbita de la Luna el más potente satélite, donde precisamente hacía diez años había logrado ubicar el primer laboratorio permanente externo de la Confederación Mundial, su gran hazaña. Y tras este largo fin de semana regresó a su casa, en espera de los resultados.

Tres días después los Servicios de Transferencia de Información Urgente del Ministerio de la Salud le remitieron el diagnóstico en un archivo digital encriptado. Estaba absolutamente sano. Tenía perfectas capacidades físicas. Los facultativos concluían, no obstante, ofreciendo un servicio avanzado de Psicodiagnóstico del Comportamiento. O sea, que por un módico precio podía ponerse en manos de un loquero para rastrear síntomas de traumas infantiles o secuelas emocionales de sus relaciones pasadas. C. no era de los que se echaban atrás. Siempre podía camuflar entre sus conocidos que se estaba sometiendo a un tratamiento de estrés habitual ocasionado por la sobrecarga de trabajo.
Hipnosis, regresiones, horas y horas con el doctor D. negando que sus padres le hubiesen maltratado, negando que se masturbase con imágenes de hombres, negando amores prohibidos con personas de su propia familia, dieron como resultado otro diagnóstico negativo. C. estaba en condiciones mentales plenas, sólo necesitaba voluntad para ponerse manos a la obra y encontrar, si no el amor, sí una aventurilla pasajera que le diese confianza para superar el problema. El doctor D. incluso le propuso apuntarse a una web de contactos gratuita para ir superando sus miedos. Desde su atalaya, sin apenas arriesgarse al temido no, podía empezar a comunicarse con las mujeres y quién sabe si quedar a tomar algo o incluso consumar un coito en la cama de algún hotel y así poder llevarse a casa un nuevo trofeo cinegético. Y C. así lo hizo…
(continuará)